SITGES 2025: Entrevista con Ferrán Alberich
noviembre 05, 2025Una segunda oportunidad: revivir un material desde el acervo fílmico
Por Juan Martínez
Dentro del contexto cinematográfico sabemos que el cine es, ante todo, un arte colectivo al crearse y un arte masivo al verse. Es fascinante reconocer que los espectadores —niños, adultos y viejos— hacen del cine un universo que trasciende la pantalla y se instala con fuerza en el sentir común. Las películas logran cosechar éxitos sencillamente porque el público las abraza, las siente como propias, empatizando con cada segundo técnico y desarrollando emoción desde la experiencia sensorial más pura.
Estos mismos espectadores son quienes sostienen la vitalidad del cine: potencializan una película, construyen su aceptación y la defienden con fervor. Todo ello ocurre en el último eslabón de la cadena cinematográfica —la distribución—, donde la obra finalmente reposa en la retina y la emoción de los espectadores activos.
Pero, ¿qué sucede cuando el público, más que ver, siente el cine de forma material y apasionada? Cuando adopta una actitud casi ritual frente a las películas, generando un ambiente mágico donde un solo concepto prevalece: el goce del terror y la fantasía como espectáculo puro. Eso, precisamente, es el Festival de Sitges: el ejemplo más claro de un espacio consagrado al amor por el cine y su espíritu más lúdico. No es solo la curaduría lo que lo hace especial, sino su público, ese que acude año tras año con devoción y energía inagotable.
Ahí están los casos particulares: el joven espectador que pide vacaciones para asistir todos los días del festival; la familia que se disfraza y se pinta el rostro para compartir el juego cinematográfico; los cinéfilos que esperan ansiosos ver en pantalla grande una película “rara”, mágica o terrorífica; y aquellos que, a medianoche, maratonean proyecciones en la oscuridad, acompañados por la tenue luz de la luna que parece fundirse con las sombras del terror.
Todos ellos viven el cine con intensidad. Visten camisetas, outfits o accesorios alusivos a sus películas favoritas, demostrando una fe casi religiosa hacia las obras que han marcado generaciones. Es conmovedor presenciar cómo, en una sala repleta, los asistentes aplauden el clásico clip de apertura —esa icónica mosca inicial, King Kong destruyendo una avioneta— como si fuera un acto solemne. Hay en ese gesto un respeto y un cariño inigualables.
Yo mismo lo sentí. Aquella primera ovación colectiva en el Teatro Prado fue una especie de hechizo comunal. A lo largo de las proyecciones comprobé que ese aplauso se repetía una y otra vez, película tras película, especialmente cuando la pantalla estallaba en sangre, gritos o muerte: una reacción de placer visual, un estremecimiento compartido ante la crudeza que solo el cine puede convertir en arte.
En el marco del Festival de Sitges 58, me encontré con múltiples propuestas coherentes y potentes. Pero esta vez decidí centrarme en una experiencia particular: la restauración cinematográfica.
Entre la programación, descubrí una joya resucitada: Atolladero (1995), del director español Óscar Aibar, presentada en su versión restaurada en 4K, treinta años después de su estreno. Verla en una gran pantalla, en un teatro digno, fue un verdadero deleite. La película propone un universo alterno que se aparta de la cinematografía española convencional, abriendo un camino nuevo para la ciencia ficción nacional.
Atolladero me sorprendió profundamente. Fue una revelación inesperada, un híbrido entre western, road movie y ciencia ficción, con toques de net art en sus gráficos noventeros. Un western sin caballos, donde los automóviles rugen sobre el asfalto al estilo de Mad Max (George Miller, 1981). Su estética evoca también a El cortador de césped (Brett Leonard, 1992), con una fascinante mezcla de animación por computadora y narrativa surreal.
El resultado es un cóctel audiovisual poblado de personajes arquetípicos —un indio norteamericano, un mexicano rebelde— y coronado por la inesperada presencia de Iggy Pop, que termina de consolidar su atmósfera insólita. Sin saberlo, presencié un espécimen del cine español, una rareza que en su momento fue adelantada a su tiempo. En esa sala, más de un espectador se emocionó al verla renacer en pantalla grande, reafirmando que, en la memoria de muchos, esos frames siguen vivos a perpetuidad.
Nada de esto sería posible sin el trabajo de restauración cinematográfica, esa labor silenciosa que rescata obras del pasado para darles una nueva vida visual. Desde Corto de Vista asumimos el compromiso de ver esta película en Sitges y confirmar con nuestros propios ojos la fuerza de su resurrección digital.
Con ese entusiasmo de ver el pasado renacer en 4K, emprendimos la búsqueda de uno de los implicados en este proceso: Ferrán Alberich, restaurador de gran trayectoria en Cataluña, colaborador de la Filmoteca de Catalunya. Con generosidad nos concedió su tiempo y sus sabias palabras sobre Atolladero, la arqueología digital y los desafíos de trasladar un material de 35 mm al formato digital para su preservación.
Fue un privilegio escucharle, comprender el oficio detrás de devolverle la luz a lo “muerto”. Porque, al final, el cine es eso: un arte cíclico y transitorio entre el pasado y el futuro, donde cada restauración es una segunda oportunidad para seguir soñando en la oscuridad de una sala.
Entrevista con Ferrán Alberich
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